sábado, 30 de marzo de 2013

Los domingos al sol.

Borrador. Parte 7.

Algunos días, casi siempre los domingos por la tarde se sienta en la plaza  de algún pueblo fantasma y contempla la puesta de sol y todas las pequeñas cosas que por orden natural e inevitable acontecen a su alrededor. La quietud de sus manos y sus pies no dejan entrever la manera en que revolotea su corazón hacia los recuerdos que perezosos le arrancan una sonrisa y de vez en cuando algún suspiro. Dentro de sus recuerdos hechos a medida nada es lo que parece y los besos no se pueden borrar, es como si todo el universo se detuviera sólo para estar con él, únicamente para que pueda reescribir todo lo vivido a su voluntad. Un lugar donde tiene el poder absoluto de abstraerse y conspirar con la realidad por unos instantes o por unos segundos y casi siempre durante las tardes de domingo. 

Os puedo asegurar que nada tiene que ver esto con algún tipo de desequilibrio ni con escapar desde o hacia. Simplemente ha encontrado un motivo y la forma que le permiten vivir en armonía con la intención de sacrificar todo lo que era por lo que para bien está dispuesto a llegar a ser. Y dispuesto a no dormir hasta descubrir lo insólito de la brevedad de estos momentos de soledad y silencio, no renuncia a nada de lo que está viviendo y presto está incluso a morir por ello, porque sabe que si tiene un sueño tiene que protegerlo, porque sabe que el dolor es temporal y que el lamento de renunciar a lo que ama puede durar eternamente y eso para una vida es demasiado tiempo. 

Él empezó a soñar cuando se dio cuenta de que ella no le amaba. Cerro sus ojos y le pregunto a la madrugada si bastaba con hacer lo correcto, sólo que ya no lo haría por la flamante bicicleta roja que anhelaba de pequeño, no lo haría por lo prometido ni por un beso y dejo que todo su futuro pendiera de una moneda lanzada  al aire con la interrogante de si debía amarla, como si le correspondiera a la moneda decidirlo, como si tuviera algún poder sobrenatural o sobre lo importante, la cruz o su reverso. Y mientras giraba comprendió que sin amor nada es posible, que sin amor nunca podría ser libre, así que mientras la moneda indecisa se debatía en el aire buscando hacer lo correcto al tiempo que parecía invitar a un caniche juguetón que por allí paseaba su dueño a que le atrapara por no verse en semejante conflicto de hacer o no lo incorrecto. Él, dio la espalda y comenzó a andar en la misma dirección en que las hojas eran empujadas por el viento dejando caer la moneda al suelo, sin mirar, porque no quiere vivir sin ella, porque eso ya lo intentó una vez y no supo cómo hacerlo. Porque algunas veces, casi siempre durante las tardes de domingos se sienta en cualquier plaza sólo para esperarla a pesar de que para cuando se va, el sol hace un buen rato que ya se ha puesto.


LPF.01f.85