Hace unos cuantos miles de años cuando el ser humano no destacaba mucho del resto de los animales parecía no tener manos ni labios. Su cuerpo se componía de cuatro extremidades y una boca para alimentarse. No fue hasta muchos años después que con la maravilla de la evolución comenzaran de a poco a hacer uso de los muchos atributos concedidos por la naturaleza en un intento de comunicarse con su entorno. Y entre gruñidos y alaridos se fueron formando sus cuerdas vocales para dar origen a la palabra y la voz. Y como las muestras de afectos no podían esperar a la palabra, dieron vida a otra forma de expresión y solo entonces descubrieron el poder de los besos, los abrazos y el valor de un estrechón de mano, sin encontrar palabras a día de hoy que lo puedan expresar mejor.
El milagro de la evolución ha continuado y en algún momento enseñó al ser humano a valorar más la sinceridad que la presunción de creerse educado. Un estrechón de manos, los besos o un abrazo correspondían al enaltecimiento de honrar lo mejor de las personas cuando se saludaban en tiempos antaño y con esos valores crecí y me educaron. Sabiendo desde pequeño que nada era más importante que el valor de tu palabra y que debía ser correspondida con tus actos.
Desde siempre ha sido muy difícil saber a ciencia cierta los sentimientos de las personas de las que nos rodeamos, especialmente si no se sinceran o no nos sinceramos y con esto no me refiero solamente a los días buenos o malos. Pero es indiscutible el efecto de un beso sincero, un estrechón de manos o simplemente un abrazo. Que dan cobijo al alma y envían al purgatorio todas las dudas, los miedos y el desaliento que producen en el fracaso. A mí personalmente me gusta que me asalten en la calle y me sorprendan con un buen estrechón de manos, un beso en la cara y de vez en cuando con un abrazo. Es la única constancia que tengo que si he fracasado en muchas cosas, todavía no lo he hecho del todo como ser humano.