Mientras de madrugada el incienso de su habano va perfumando cada esquina de su habitación intentando quemar hasta el último resquicio de incomprensión que atosigaba su mente. Deseó con todas las fuerzas de su corazón comprender lo impronunciable de cada momento que vivía y su silencio. Deseo estar en las antípodas de cualquier sentimiento que mantuviere alguna semejanza con el valor oropel de un juramento roto ya hace bastante tiempo. Y así se quedó dormido.
No era la primera vez que comenzaba de cero y comprendió que no sería la última. Y viendo salir al sol comprendió que no le era tan indiferente a su dios como él creía. Que tenía la misma oportunidad que todos, todos los días. A sabiendas que no podría urdir planes perfecto para vivir, ni culpar a nadie porque su futuro no estuviere dispuesto acorde a sus deseos sino a sus esfuerzos. Dejo de culparse a sí mismo por quien no lo quería. Y como para sanar el dolor y las penas la memoria es sabia, unas veces recuerda y otras olvida. Para sanar tenía que recordar frases que le pudieran quitar peso a lo vivido. Y hubo una muy especial, esa misma que como edicto o mantra de sanación ha usado más de una vez María. María es una señora muy vieja con un pelo tan blanco que parece hecho de nieve, y nubes blancas de días de sol y verano. María tiene muchos hermanos, hijos, nietos y bisnietos y ha todos con las mismas palabras en algún momento ha curado. La misma frase dicha por alguien a lo mejor menos sabio, pero con esa parte ya vivida y que sin más dilación os digo con pocas palabras “No se puede perder lo que no se tiene”.
Y todo le fue negado otras mil veces, pero no dejaría de existir por ello. Y ahora sabe que el amor no es suficiente, ni la intención, ni los besos. Y cada mañana despierta sin saber el significado de los sueños de la noche anterior, y antes de levantarse estira el brazo con un gesto muy suave debajo de sus sabanas. Y únicamente ese espacio vacío en su cama le hace saber que está despierto. Y en ese instante entre la inopia y el sueño, en el mismo instante en el que el frío de la mañana envuelve su cuerpo, mientras poco tiempo después en la cocina una tasa de café caliente y humeante a sorbos le va devolviendo a la frenética voragine de cada día. Repasa una a una todas las cosas que tiene por hacer y las últimas notas de su cuaderno. Y entre una cosa y otra vuelve ella a sus pensamientos, con su sonrisa mágica y en silencio. Intercambiando miradas, sin excusas ni promesas, sin reproches ni lamentos...